miércoles, 7 de agosto de 2013

Epicuristas -ATOMISMO Y VACÍO-

POR GENTILEZA DE  ENCICLOPEDIA PHILOSOPHICA:

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Epicureísmo
Epicuro y sus discípulos combinaron una comprensión atomista de la naturaleza y un hedonismo bastante mesurado en el interés de hacer de la filosofía una forma de vida, una terapia que saca al hombre del dolor y lo conduce a la felicidad. Su doctrina se extendió como escuela desde el siglo IV antes de Cristo hasta el primero y desde la Atenas de tiempos de Alejandro hasta la Roma augusta. Sin embargo, su influencia no murió con la destrucción de la biblioteca de Filodemo, en Herculano. Muchos, Gassendi y Marx entre ellos, han visto en su naturalización de la filosofía un gesto hacia el pensamiento experimental, guiado por la razón, lejos de los velos y engaños que significan la religión y el idealismo. En esta voz se intentará presentar las tesis fundamentales de las tres partes en las que Epicuro concibió la filosofía —física, lógica y ética, secciones 4, 5 y 6 respectivamente—, antecedidas de una presentación del individuo y su obra —sección 2— y de sus métodos de enseñanza —sección 3—. En la sección 7 dedicada a la bibliografía, además de citar las obras críticas que aquí se emplean, se recomendarán algunas traducciones y obras secundarias que pueden beneficiar al estudioso del epicureísmo. Si bien éste es un trabajo de corte fundamental descriptivo, se pretende insistir en el talante práctico de la doctrina de Epicuro y en la forma en que éste determina sus vínculos y rechazos con otras filosofías de su tiempo.

1. El maestro y sus obras

Epicuro maestro y fundador de la secta epicureísta, nació en Samos pero recibió la ciudadanía ateniense, en virtud del linaje de su padre Neocles, quien fue enviado allí desde Atenas como colono. Allí paso por lo menos sus primeros 18 años y se cree que ésta es la época de su discipulado con Pánfilo, un platónico del que sólo se conoce a través de su conexión con Epicuro. En Atenas, durante su época de servicio militar que parece coincidir con la gran agitación que provocó en la ciudad y en las colonias alejandrinas en general la muerte de Alejandro, debió tener sus primeros acercamientos con la filosofía de Demócrito a través de Nausífanes. Tras esa temporada permaneció unos años en Colofón y Mitilene. Regresó a Atenas hacia el 307 y probablemente adquirió y se instaló en la casa con el jardín que dio nombre a su escuela: “Filosofía del Jardín”. Las relaciones que entabló con sus amigos y discípulos fueron muy estrechas y por ello o extremadamente cariñosas o terriblemente conflictivas. De las del primer tipo conservamos tres cartas de su autoría, única fuente proveniente de su puño y letra para reconstruir su filosofía; éstas tenían la intención de alentar a los nuevos conversos a mantenerse en el camino trazado por el epicureísmo y preservar la ortodoxia de la doctrina en Atenas, Samos y Mitilene, donde al parecer existían enclaves y nuevas escuelas epicureístas. Gracias a las mencionadas cartas conocemos los nombres de algunos de esos primeros conversos, aquellos que quizá pertenecieron al círculo más allegado a Epicuro: Pitocles, Colotes e Idomeneo, entre otros, a quienes según Diógenes Laercio conoció durante su estancia en Lámpsaco. De las relaciones del segundo tipo, conocemos gracias a la apostasía de Timócrates, hermano de Metrodoro, éste sí fiel a Epicuro, quien abandonó la doctrina y se dedicó a difamar a Epicuro y su enseñanza [Sedley 1976, 127-132].
Quizá por esto, en cuanto escuela, el epicureísmo es probablemente la más homogénea de las doctrinas helenísticas. Aunque se tiene noticia de algunos desarrollos de sus discípulos inmediatos, la doctrina permanece casi inalterada hasta Lucrecio y éste mismo no se considera innovador. Por lo mismo, Lucrecio (99/94-55/50 a.C), Filodemo de Gádara (105-30 a.C) y Diógenes de Enoanda —con su exótica ocurrencia: mandar labrar en una estela que ubicó a la vera de un camino algunas máximas físicas, éticas, sobre la vejez y el testamento de Epicuro, y que está datada alrededor del 120 d.C.— son considerados buenas fuentes para la reconstrucción del epicureísmo primitivo. No obstante las reservas que tienen los estudios modernos, Diógenes Laercio sigue siendo la pieza angular de la reconstrucción de las doctrinas filosóficas helenísticas. No hay, con contadísimas excepciones, obras escritas por los mismos filósofos de este período; todo lo que se conserva acerca de su pensamiento depende de otros que los citan o parafrasean como apoyo a sus propias posiciones o, más frecuentemente, para criticarlos. El libro décimo de Vidas y opiniones de filósofos ilustres de Diógenes Laercio (en adelante DL) recoge algunos de esos textos excepcionales; si bien Epicuro mismo advierte que dichas cartas son escasamente la esencia de su doctrina, algo que se recuerde breve y fácilmente [Carta a Pitocles 84, en adelante CP], y sirven como ayuda en los momentos de extrema dificultad [Carta a Heródoto 35, CH] son para nosotros las únicas fuentes directas de muchos aspectos del epicureísmo. De Rerum Natura [RN], el poema de Lucrecio, es ciertamente fiel a la doctrina pero se limita a la física y podría decirse que a su psicología. Para la reconstrucción de sus reflexiones lógicas y éticas, dependemos entonces del testimonio de Diógenes Laercio. Con todo, gracias a esas citas in extenso no es necesario conformarse con los testimonios de sus opositores, como sí ocurre con la escuela estoica. Además, no deben desconocerse los testimonios de Plutarco, Cicerón [Sobre la naturaleza de los dioses, al que se referirá por sus iniciales en latín: ND], Sexto Empírico [Contra los profesores, por sus iniciales en latín Adv. Math.] y la mencionada estela de Diógenes de Enoanda. Aunque hay ediciones parciales más recientes de ésta [Smith 1993], Diógenes Laercio [Marcovich 1999-2002] y Sexto Empírico [Mutschmann - Mau 1955-1961], y una del mismo Epicuro [Arrighetti 1973], laEpicurea de Usener [Usener 1887] sigue siendo pieza clave del estudio del epicureísmo.
Aparte de las epístolas mencionadas, contamos con las ‘opiniones principales’ (kyriai doxai), o ‘máximas capitales’ como se las conoce más, que son una muestra de la concepción pedagógica de Epicuro, fundamentalmente deductiva. No es seguro si fue el mismo Epicuro quien redactó esta colección de sentencias, también recogidas en DL 10, pero sí es claro que su autor conoce la doctrina a cabalidad y está conforme con la función que cumplen estos compendios; pues como se verá en la siguiente sección, no es gratuita la insistencia en mantener ‘a la mano’ una formula doctrinal que permita en cualquier ‘emergencia’ salirle al paso a la turbación.

2. La escuela del Jardín

Pese a que entre los filósofos del período arcaico y clásico —i.e. la escuela de Mileto y los primeros socráticos Platón y Antístenes— ya existía un cierto discipulado, la organización en escuelas llegó a ser una práctica estandarizada sólo hasta el período helenístico. αἵρεσις el vocablo que se traduce por escuela tiene un campo semántico amplísimo que encierra los muchos usos y sentidos que el pertenecer a una podría tener. ‘Hairesis’ puede ser ‘elección’, ‘apego’, ‘inspiración’, ‘manera de pensar’, ‘escuela’, ‘secta’, pues, en efecto, vincularse con una de estas cofradías de individuos era ante todo elegir un estilo vida, un grupo de amigos y un maestro que se convertía en inspiración teórica y práctica. Estos grupos se estructuraron no sólo sincrónica sino también diacrónicamente mediante la sucesión (διαδοχή); al menos así lo presenta Diógenes Laercio en su reconstrucción de estas escuelas, valiéndose incluso —para el caso que aquí interesa— del testamento de Epicuro. Con ello demuestra que no sólo se legan los bienes, el Jardín y su biblioteca, sino el cuidado de la enseñanza misma y los discípulos. Aunque en muchos casos la sucesión implicó además el desarrollo o revisión de la doctrina del maestro —un caso claro de ello es el estoicismo [cfr. la voz “estoicismo” en esta misma enciclopedia]—, se ha dicho ya que la homogeneidad del epicureísmo es sorprendente. Epicuro y sus seguidores, al menos los más inmediatos, son más bien una comunidad de corte incluso religioso, cuyos principios son —como lo ha establecido Clay [Clay 1983: 264-270]—: la emulación, la conmemoración y la imitación. Se pretende imitar a los dioses en la medida de lo posible pues ellos son, como se verá más adelante, inmunes a la preocupación y los cambios de la fortuna; emular a los maestros que han alcanzado ese estado semidivino de ataraxía —los kathegetai o profesores, i.e. Epicuro, Metrodoro, Hemarco—. Y se los conmemora a través de los festivales y celebraciones de sus natalicios, sus decesos, etc.
Si bien es cierto que la tesis de Wilamowitz [Wilamowitz 1881] según la cual las escuelas filosóficas griegas deberían entenderse como sectas religiosas, dedicadas al culto de alguna musa o deidad, ha sido revaluada al menos en el caso del epicureísmo no estaba tan lejos de la verdad. Pues a diferencia de la actitud crítica, de propia búsqueda y ejercicio racional que caracteriza a las escuelas de corte más intelectualista —la academia, el peripato y la Estoa—, el epicureísmo no invita a los estudiantes a cuestionar la doctrina. Se espera que, tras eso sí revisar todas sus creencias y compromisos del sentido común, adopte la enseñanza de Epicuro como la fuente de verdades que lo llevarán a la felicidad. Por ello antes, en esta misma voz, se ha denominado a estos seguidores conversos. Y en el mismo sentido, se verá, el tipo de ejercicio intelectual que se exige del discípulo es pasivo, de aceptación y reproducción de la doctrina más que de comprensión y evaluación o confrontación de la misma.
Por la correspondencia preservada sabemos que los miembros que ingresaban o sus familias donaban a la escuela sumas de dinero que permitían su manutención y el sostenimiento de los profesores. Pocas noticias más se tienen de su estructura por ejemplo: el escolarca sucesor era designado por la voluntad del fundador o antecesor; al menos en el caso del epicureísmo y la Academia, también se permitía el ingreso a las mujeres y existían centros de doctrina fuera de Atenas: Mitilene y Lámpsaco en época de Epicuro mismo, Mileto durante el tiempo de Demetrio de Laconia y Roma, en el de Fedro y Filodemo.
Una última palabra con respecto a la denominación. Como era habitual, la de escuela de Epicuro adoptó su nombre del lugar de reuniones, el Jardín de su casa en Atenas. Aunque seguramente no fue intencional, la elección de la sede de la enseñanza y la conexión de ésta con la polis es muy significativa. Los epicúreos se recluían en su propio predio, de cara a la naturaleza y apartados de la sociedad; aunque sus doctrina creaba fuerte lazos entre condiscípulos y maestros, se alejan de la ciudad y su vida política. Atenas en la época de Epicuro ya no era ni la sombra de lo que significó en su momento de esplendor. Aunque el modelo político de las polis estaba en crisis tras las conquistas de Alejandro, el pueblo ateniense tardó en renunciar a sus costumbres políticas, y el desfase entre el gobierno real y los deseos de los ciudadanos aumentaron el descontento. Por ello, los epicureístas deciden autorecluirse en el espacio idílico de su jardín, contrariamente a sus contemporáneos estoicos, quienes eligieron el pórtico en la acrópolis —la plaza pública— para, incluso desde su cada vez más defendida individualidad, buscar una mejor ciudad común.

3. Su forma de enseñanza: poca diagnosis, ante todo terapia

Como muchos filósofos de la antigüedad greco-latina, Epicuro considera que el papel de la reflexión filosófica es medicinal, que ésta tiene el propósito de mejorar la vida de los que la acogen. Sin embargo para la mayoría de estos pensadores, el conocimiento adquirido es además valioso por sí; indagar en las causas de la enfermedad y la angustia que atormenta a los individuos posibilita el descubrimiento de la naturaleza de su alma, de los estados anímicos, de la relación de éstos con los juicios de valor…. Como es por todos sabido, Aristóteles por ejemplo, no sólo considera que ese conocimiento es valioso independiente de su utilidad sino que además es una de las más excelsas fuentes de placer.
Por ello la anécdota sobre el primer paso de Epicuro hacia la filosofía que reporta Sexto Empírico debe interpretarse en su justa dirección:
… preguntó a su maestro de gramática, al recitarle “Al principio de todo hubo el Caos” [Hesíodo, Teogonía 116], que de qué nació el Caos, si fue primero. Al responderle éste que no era su trabajo enseñar esas cosas, sino de los llamados filósofos, dijo Epicuro: “tendré que ir hacia ellos si es que saben la verdad de las cosas que son” [Sexto Empírico, Contra los profesores 10, 19][1].
Este tipo de testimonio, propio de los biógrafos de la época, tiene interés no tanto por la historicidad de sus referencias como por la actitud que intentan reflejar; en este caso, el desprecio de la enseñanza gramatical tradicional concretamente de la relacionada con los dioses. Mas el disgusto de Epicuro con su maestro no radica en la despreocupación de éste por la definición última, el origen y la etiología del caos, como algunos intérpretes suponen [García Gual 1981: 46]. De hecho su crítica a la poesía se funda en razones completamente distintas de las que apoyan el juicio a la filosofía.
En esta sección se pretende dilucidar la intención de la enseñanza epicureísta y los mecanismos de los que se vale para lograrla. Para ello se la ubicará, por un lado, con respecto a la educación griega tradicional y, por otro, su interés por la verdad, por la búsqueda de ésta sin más. Véase primero el porqué de la apreciación de la poesía.
La poesía fue sin duda la materia prima de la modelación social en Grecia. En ella se plasman las primeras explicaciones teológicas y teleológicas de la naturaleza y el comportamiento de los hombres. Por ello, también Platón crítica a los poetas, a los modelos de vida poco virtuosos que alaban. En la misma dirección apunta la posición de Epicuro; en efecto no puede ser sino la poesía tradicional el saber que atribuye a los dioses «ocupaciones, preocupaciones, cóleras y agradecimientos <que> no armonizan con la beatitud, sino que se originan en la debilidad, el temor, y la necesidad de socorro de los vecinos» [CH 77]. llenando a los individuos de falsas creencias que promueven la agitación en el alma. De modo que Epicuro piensa que los mejores hombres son aquellos que, aunque estén bien dotados por la naturaleza, no han recibido instrucción [Sobre los fines de los bienes y los males 2, 4, 12]. No obstante, también se vale ocasionalmente de los poetas como fuente de autoridad, los cita para apoyar sus propias argumentaciones; por ejemplo en la Carta a Meneceo [CM 126], incluye una cita reconocible de Solón.
Esta actitud ambigua, pragmática, abiertamente utilitarista del saber de hecho caracteriza también la posición de Epicuro sobre TODA la filosofía de su tiempo. Si bien es un rasgo que comparte el epicureísmo con otras escuelas helenísticas como el cinismo y el escepticismo, su caso es bastante peculiar. Para un lector medianamente atento, resulta evidente que el epicureísmo es una filosofía llena de influencias. Además de la deuda clara que tienen con el atomismo democríteo —que Epicuro conoció a través de la enseñanza de Nausífanes— muchos han señalado la influencia de ciertos escritos de Aristóteles; por ejemplo se ha rastreado esa huella en la ética [Bignone 1936], en la psicología [Diano 1939], con respecto a la concepción del placer [Merlan 1960], sobre la acción voluntaria [Furley 1967]. También su insistencia en hacer de la imperturbabilidad el fin de la filosofía tiene antecedentes en la noción de ἀοχλησία de Espeusipo —Epicuro mismo usa la palabra en CM 127, SV 79— y en la ataraxía pirrónica. No obstante, no está interesado en reconocer dichas influencias ni en ratificar la verdad de tales doctrinas.
Atípicamente, dentro de su contexto intelectual, el proceder filosófico de Epicuro es antidialéctico. No le interesa entablar discusiones argumentativas sobre aquello que quiere defender. Tampoco si quiera para desvirtuar las posturas erróneas; no es, por continuar dentro del campo semántico de la medicina, un médico racionalista que se interese por conseguir la verdad con respecto al diagnóstico de la enfermedad o por conocer la naturaleza biológica de sus pacientes. Ciertamente es difícil asegurar esto en vista de la precariedad de la evidencia; si bien en los múltiples fragmentos que se han recuperado de su Sobre la naturaleza en las excavaciones de Herculano [cfr. por ejemplo Laursen 1992] hay argumentaciones filosóficas prolijas y elaboradas, no hay discusiones explícitas con aquellos pensadores que seguramente conoció. Los fragmentos de este Sobre la Naturaleza reflejan una obra poco sistemática que aparentemente recoge las enseñanzas orales de Epicuro y algunas discusiones de escuela. Mucho de lo conservado de los últimos libros apuntan a su concepción antiteológica de los dioses e incluso hay algunos rastros de discusiones con los presocráticos monoteístas —más información papirológica en [Sedley 1984]; [Erler 1994a 1994b]. Pero ninguna de ellas tiene la altura de una disputa filosófica sobre la divinidad. No le interesa llegar al conocimiento último de las causas de la enfermedad sino encontrar la manera de sanarla. Su estrategia es más bien dogmática; descalifica aquellas opiniones que le resultan angustiantes, como las teleológicas y todas aquellas que atribuyan al acontecer en el mundo alguna suerte de intencionalidad.
En este sentido, como detalladamente demuestra Nussbaum, Epicuro trabaja a semejanza de un médico cuyo paciente en parte se resiste a la medicación [Nussbaum 2003: 139-183]. Es célebre el título de la obra galénica según el cual el mejor médico es también dialéctico, precisamente porque reconoce el lugar que ocupa la persuasión en la administración de la cura. Sin embargo, a Epicuro le ha de parecer inapropiado el uso de la dialéctica. En efecto además de ser elitista —en la medida en que presupone una educación que sólo un pequeño grupo poblacional puede tener— y de partir generalmente de las creencias que el paciente comparte con la gente común —creencias que para Epicuro son justamente la fuente de su enfermedad—, el ejercicio dialéctico presupone que el alumno participante se somete voluntariamente a él. Esto último es, en la opinión de Epicuro, poco frecuente si no del todo insólito. La mayoría de los enfermos del alma no son conscientes de que sus creencias son la causa de su malestar. Por ello, el médico epicureísta se encargará más bien de mostrarle al discípulo cómo sus creencias sobre, por ejemplo, la importancia del dinero y el reconocimiento social condicionan su felicidad. En vista a lo cual, conforme con lo que reseña Filodemo [Sobre la cólera frag. 3 y 4], el médico debe mostrar patéticamente al enfermo, valiéndose de imágenes que lo muevan emocionalmente, exponiéndolo a la enfermedad y a los peligros de ésta. Luego, le mostrará en cambio, la imagen del sabio, su naturaleza incólume y feliz. Así dejara que se lo trate individualmente, con los remedios que él concretamente precisa. En este punto, Séneca [Epístolas a Lucilio, en adelante Ep. 52, 3] es muy explícito; cada enfermo requiere una fórmula personal, una preparación de argumentos, ejemplos e incluso de ejercicios que se adecuen a sus necesidades, a su consciencia de la enfermedad, o a su nivel de adiestramiento por ejemplo su poca familiaridad con el saber y los argumentos científicos [CP 84]. En caso de que no funcione lo anterior, el maestro intervendrá, se entrometerá en la ámbito privado del enfermo y como un cirujano extraerá la causa del dolor.
La idea de la intromisión forzosa y la extracción se compagina con la ya expresada suposición de que frecuentemente los apesadumbrados, a pesar de su dolor, no quieren ser examinados. De hecho algo de esa dualidad puede notarse claramente en Lucrecio, quien describe la enfermedad amorosa con nostalgia del padecimiento. El testimonio de esta práctica, argumentativa como las anteriores, lo ofrece también Filodemo en un texto aún más fragmentario sobre la parrhesía. Este concepto se traduciría literalmente como ‘libre expresión o conversación’ pero quizá sería más preciso asimilarlo a la libre asociación. Se trata de una práctica dialógica entre alumno y maestro que dentro de la comunidad, en el momento apropiado y con la guía e incluso con el juicio del maestro, deja al discípulo narrar su historia, contar sus defectos, sacarlos de sí para poder trabajar en la curación de ellos. Es posible que Nussbaum exagere un poco al pensar que, en este punto en particular, Epicuro se acerca muchísimo al psicoanálisis y su concepción del inconsciente y la terapia [Nussbaum 2003: 175-177]; sobre todo si se tiene en cuenta que en lugar de depender de procesos de represión, regresión o cualquiera de los mecanismos de defensa del yo, la resistencia de los discípulos del Jardín a desistir de sus creencias tiene que ver más bien con que ellas forman parte de ser más público, social, de su pertenecer a la cultura, al tiempo, y a una determinada sociedad. Por ello la invitación de Epicuro es a abandonar la sociedad y refugiarse en lo que se llamaría actualmente, el yo, en aquello que no depende de nada más que del sujeto.
Antes de explicitar los mecanismos con los que el sujeto puede en efecto entronizarse en su posición, regrésese un momento a algo dicho en lo precedente. Se afirmó que el alumno se resiste en parte y se resaltó la frase adverbial porque, a pesar de la resistencia, debe existir algún tipo de reconocimiento de la ignorancia, de la enfermedad, por parte de aquél. De otro modo, el maestro epicureísta debería salir a las calles y repartir su cura entre la multitud, como pretendía Diógenes de Enoanda con su estela. No obstante, aquí de nuevo Epicuro es un poco contradictorio. Por un lado, se criticaba a la dialéctica por su elitismo y por otro, parece que no se intenta universalizar la doctrina, llevarla a la práctica política y cambiar a los hombres. En la última sección de esta voz, se abordará la reticencia del epicureísmo a la vida pública y por qué propender por una vida desapercibida. Por ahora, medítese sobre esta actitud de rechazo a la política tan poco habitual en el espíritu griego.
Cuando el maestro ha conseguido que el discípulo, su paciente, extirpe de sí la fuente de la enfermedad, éste debe ser capaz de conservarse sano, sin caer de nuevo en las redes de creencias que lo llevaron a la turbación. Para lo que, tal como el mismo Epicuro le dice a Meneceo debe, acoger las nuevas verdades que le ofrece la doctrina meditarlas «en tu interior día y noche contigo mismo y con alguien semejante a ti, y nunca ni despierto ni en sueños sufrirás perturbación» [CM 135]. La cita revela un interés en la automaticidad que permite la memoria; esto en el supuesto en que una vez se ha logrado esto, incluso en los momentos en los que no se está alerta, la doctrina saltará en la defensa de la paz del alma.
De ahí la importancia de los epítomes; a partir de unos pocos principios generales y fundamentales que son memorizados se puede explicar cualquier situación particular. De manera inversa, cuando se ha penetrado la doctrina hasta los pequeños detalles, también puede regresar a los principios generales, en un doble trayecto de extensión y comprensión de la doctrina. Con base en la repetición de esos principios, tal conocimiento se convierte en un estilo de vida, que los mismos epicúreos denominaron el ‘cuádruple remedio’ terapéutico —denominado así por Filodemo [Contra los sofistas 4, 9-14; cfr. también Erler 1994a: 80-82]— resumido en las cuatro primeras opiniones: los dioses no se ocupan de nosotros, la muerte no es nada para nosotros, el placer es ausencia de dolor y, finalmente, los dolores del alma son más graves que los del cuerpo. Aunque todo esto es cierto, no debe olvidarse que la escuela desarrolló todo un arsenal de conceptos técnicos, que Epicuro dedicó cientos de rollos a suSobre la naturaleza. Todo esto es muestra de un desarrollo teórico que aleja al epicureísmo de ser un credo con propósitos meramente redencionistas y lo pone sin lugar a dudas del lado de la filosofía.
En resumen, si se atiende al inicio de sus escritos conservados, CH 37, CM 122-123 y en especial laCarta a Pitocles, toda investigación tiene sentido SÓLO porque ella elimina la falsa creencia y la expectación, eliminando en consecuencia la angustia, emoción que consideran la fuente de toda infelicidad. En otras palabras, cualquier conocimiento del mundo es valioso en tanto proporcione tranquilidad: «por eso decía Epicuro que la filosofía es una actividad que con palabras y razonamientos proporciona una vida feliz» [Adv. Math. 10, 169]. Fuera de ese compromiso práctico y curativo, la filosofía, la ciencia, el saber en general no tiene ningún valor.

4. Ontología materialista y fisicalismo psíquico

En perfecta consonancia con la necesidad de eliminar las fuentes de la perturbación, Epicuro se preocupa notoriamente más por aquellas creencias relacionadas con los dioses y su intervención en el destino del mundo y de los hombres. En busca quizá de alternativas a las ‘explicaciones’ míticas que atribuyen intencionalidad a la naturaleza y preocupación divina por el destino humano, Epicuro encuentra a Demócrito [DL 10, 2] y se interesa en él.
Si se confía en la estructura de la Carta a Heródoto, en la que se abordan los temas físicos de la doctrina, este estudio tiene sentido en la medida en que permite explicar los fenómenos celestes y algunos vinculados con la naturaleza humana —la muerte y el error, por ejemplo— sin necesidad de incluir entidades no corpóreas o no experimentables. El atomismo cae como anillo al dedo en esa pretensión.
Recuérdese que el atomismo es visto ya por Aristóteles como una respuesta a los presupuestos eleáticos [Sobre la generación y la corrupción 18], fuente de paradojas que ponen en duda las percepciones más habituales y que además dan piso a las posturas metafísicas que Epicuro quiere rechazar. Ahora bien, como se verá no en todos los aspectos las doctrinas atomistas le vendrán bien; por lo menos no en temas epistemológicos y éticos. Con todo, en lo relativo a la física, sí. De hecho la postulación de los átomos y el vacío como los componentes básicos de lo real permitió a los primeros atomistas explicar los cambios visibles de los cuerpos físicos manteniendo, como los atomistas, la naturaleza eterna e indivisible de los componentes básicos [CH 41, 54]. Más que la eternidad de los seres o la explicación de los fenómenos observables, a Epicuro debió interesarle el tipo de movimientos que tenía lugar en estas entidades. Los cambios como el crecimiento, la muerte y la degradación de los cuerpos se explican por uniones y separaciones aleatorias de los átomos, no hay un momento original del cosmos y por lo mismo no es necesario suponer un ‘agente’ externo a los cuerpos mismos que dé cuenta de sus modificaciones.
Es difícil reconstruir el esquema argumentativo de la posición epicúrea dado lo escueto del epítome. Aún así pueden distinguirse algunas tesis a partir de las cuales puede entreverse el núcleo que la doctrina quiere preservar. Entre los parágrafos 38 y 45 de CH, Epicuro formula lo que considera los principios básicos que rigen el mundo físico:
1F. Nada llega a ser a partir de lo que no es (οὐδὲν γίνεται ἐκ τοῦ μὴ ὄντος·);
2F. El todo (τὸ πᾶν) fue siempre tal como ahora es y siempre será de la misma forma;
3F. Los cuerpos (σώματα) existen, lo que la percepción atestigua para todos y por la que es necesario que lo no perceptible sea conjeturado por el razonamiento.
Nótese que ninguna de éstas está aún comprometida con el atomismo; los ejes constructivos de éste empiezan a aparecer como conclusiones; dado que, como se afirmó, todo lo que existe tiene un origen en algo que existe también (1) y los cuerpos existen (3), C1. existen los átomos que componen los cuerpos, el todo real. Y puesto que la composición de los cuerpos, su movimiento y su mero darse en el espacio (3) requiere del vacío, C2. Existe el vacío. Ahora bien, la permanencia del todo (2) implica también la permanencia de sus componentes, por lo que C3. los componen de los cuerpos, sus elementos originales, deben ser átomos (i.e. indivisibles).
Así, en esencia, el mundo para Epicuro como para Demócrito está compuesto de átomos y vacío. Los átomos son comprendidos como cuerpos no perceptibles, indivisibles y, por lo tanto, inalterables [CH, 40]. Es la variedad de sus formas, tamaños y pesos —el color es más bien una propiedad secundaria que surge en dependencia de la conformación a que éstos den lugar [CH 44]— y de las disposiciones en las que se congregan para formar los objetos visibles las que explican la diversidad de objetos del mundo.
Pero a diferencia del fisiólogo de Abdera, para Epicuro los átomos no tienen infinidad de formas, su estructura no es del todo compacta y hay variaciones en sus movimientos. Todas estas distinciones coinciden al menos parcialmente con las críticas de Aristóteles a los primeros atomistas. Mas estas diferencias no sólo se explican por un revisionismo. Epicuro rechaza la infinita variedad de formas pues considera que tal presupuesto no es necesario. Nuestras percepciones de compuestos atómicos de distintas formas y tamaños bien pueden justificarse partiendo de la combinación de un número limitado de formas. Además la infinidad de formas incluso podría contradecir los fenómenos pues en caso de que los átomos tuviesen cualquier forma y tamaño posible tendrían que tener aquellas formas y tamaños que son percibidas a simple vista. Así resulta claro que Epicuro modifica la doctrina guiado por dos de sus criterios epistemológicos preferidos, lo percibido y la sencillez y economía de la explicación, y no simplemente en la defensa de Demócrito. Además valga recordar que mientras para éste lo único que existe es la substancia, esto es los átomos y el vacío, Epicuro reconoce cierta existencia —subsistencia— a las propiedades secundarias, el color, la forma, el sabor, que surgen de la combinación de esas substancias en la medida en que dichas propiedades son evidentes a la sensación [CH 69-71].
De manera semejante opera en el caso de la estructura del átomo. Ciertamente, como señala Aristóteles, éstos no pueden ser indivisibles en el mismo sentido en que lo es el espacio pues podría recaerse en paradojas del tipo zenoniano. La indivisibilidad es, como dice literalmente Epicuro, una cualidad que les atribuimos por analogía «de acuerdo con la inferencia racional que atribuimos a las cosas invisibles» [CH 59]. Los átomos tiene ciertas partes mínimas que podemos considerar racionalmente como unidades discretas de medida pero que son fácticamente inseparables.
Mas sin duda la innovación más importante del epicureísmo con respecto a sus antecedentes presocráticos, es la teoría del clínamen (o desviación) postulada seguramente por Lucrecio y quizá por Epicuro mismo según el testimonio de Diógenes de Enoanda [Frag 32, Chilton]. De acuerdo con éste, Epicuro atribuye una declinación o movimiento espontáneo interno a los átomos de modo que éstos no sólo caen y se trasladan sino que oscilan impredeciblemente originando choques y cambios. Lucrecio atribuye a este movimiento el origen mismo de todo cambio; para él, sólo esa imprevisibilidad pudo dar lugar a la primera conformación de objetos en el mundo. Luego, la cosmología es una descripción de la naturaleza y particularidades del movimiento propio de los átomos. En esa descripción no cabe divinidad, demiurgo o providencia alguna que determine el curso de los cambios o la razón por la que estos suceden. Los organismos que han sobrevivido lo han hecho por una conformación atómica exitosa pero completamente fortuita [RN 4, 824-842].
Ahora bien, el vacío —otra única substancia del mundo— es eterno, limitado y no ofrece ninguna resistencia, por lo que hace posible la eternidad del movimiento atómico. Debe recordarse que, si bien, los cuerpos cambian y en consecuencia cada tanto se modifica su aspecto, al ser los átomos inalterables, ellos nunca han dejado de existir. Luego no hay estrictamente hablando cosmogonía ni tampoco la posibilidad de que el mundo se destruya aunque su aspecto se altere drásticamente. El cosmos ha sido y será siempre igual. Pero no es el único [CH 73-74].

4.1. Psicología naturalizada

Esa estricta corporalidad es aplicada también al alma [CH 63-65]; mas su distanciamiento frente a la inmortalidad atribuida a ésta por Platón se apoya, a su vez, en los roles que habitualmente se le asignan. Si el alma es principio de movimiento y de sensación y es capaz de pensar y padecer, ella debe ser un cuerpo, aquello que existe y es capaz de actuar y padecer. En otras palabras, tal como se establece en el conocido pasaje del Sofista [246a] que caracteriza la tesis de los materialistas, todo lo que hace o padece es un cuerpo, por lo que el alma debe ser un cuerpo y «disparatan los que la califican de incorpórea» [CH 67].
Sin embargo, ella es un cuerpo especial. Uno que tiene capacidades distintas a las de otros cuerpos, como lo sentimientos, los pensamientos, la movilidad por sí. En este punto, por ejemplo, adquieren sentido todas aquellas precisiones sobre el tamaño de los átomos, sus formas diversas, los tipos de movimientos que poseen. Puesto que Epicuro no considera que las propiedades de los cuerpos dependan de ningún otro rasgo distinto de su materia, la materia que compone el cuerpo anímico debe ser distinta, especial. Los átomos del alma son tales que pueden diseminarse por todo el organismo y compenetrarse con los átomos del resto del cuerpo en virtud de su sutilidad [CH 63]. Además, es ella la que posee el poder de moverse por sí misma y se lo comunica al cuerpo mientras está permeándolo, posibilitando también la sensación. De modo que sólo en la unión de alma y cuerpo habrá sensación [CH64]. Por otro lado, téngase en cuenta que la atribución de corporalidad al alma no debe entenderse como una afirmación de independencia del cuerpo. Por el contrario, alma y cuerpo están tan íntimamente conectados que sólo conservan sus propiedades definitorias mientras están en conjunción. En términos un poco más psicológicos, una persona es la conjunción de un alma y un cuerpo determinado, de modo que nace una vez estos se juntan y muere definitivamente, cuando se separan: «… el más espantoso de los males, la muerte, nada es para nosotros, puesto que mientras nosotros somos, la muerte no está presente y cuando la muerte se presenta, entonces no existimos» [CM 125]. En este asunto se distancian de Platón, de cuyas posiciones en diálogos como el Fedón y el Alcibiadespuede deducirse que la persona se identifica más bien con su alma. O de los mismos estoicos que asociarán el yo indiscutiblemente con la mera razón.
Merece la pena una corta reflexión sobre la interpolación del párrafo 66. Allí Diógenes Laercio, comenta una distinción epicureísta entre las partes racional e irracional del alma dada en términos de la localización de los átomos en el cuerpo, distinción hecha en los mismos términos también por Lucrecio [RN 3, 136-144]. Los átomos de naturaleza irracional se dispersan por todo el cuerpo asegurando la sensibilidad mientras que los racionales se concentran en el pecho, donde se experimentan las emociones; fenómenos que, para Epicuro, implican un componente judicativo. Aecio y Lucrecio incluso reportan una distinción basada en el elemento que predomina en estos componentes, el fuego, el aire, el viento, etc. [Aecio 4, 3,11]. El intento de explicar la composición del alma mediante mezclas de los elementos justifica al menos tres asuntos diversos: la corporalidad del alma, su destrucción al momento de la separación del cuerpo y consecuentemente la recomposición de estos elementos en otros cuerpos y finalmente, los rasgos distintivos del carácter.
Todo lo anterior sólo confirma, por un lado, el interés de Epicuro en explicar de la manera más simple —sin supuestos metafísicos comprometedores— los fenómenos observables y, por otro, la idea de que la materia es en última cuenta todo lo que hay. Por ello Lucrecio al explicar los movimientos [RN 4, 877-891] está en capacidad de mezclar vocabulario físico y mental: pues tras el golpe de las imágenes en la mente (el animus o parte racional del alma), se produce la volición, es decir el impulso o golpe que transmite el animus a las partes irracionales del alma (anima) que están dispersas por todo el cuerpo, dando lugar a los movimientos de los miembros. En términos propios de las discusiones contemporáneas respecto al llamado “mind-body problem”, Epicuro sería un fisicalista; pues todas las funciones del alma dependen de su materialidad y tienen un correlato en la interacción de los átomos que componen el alma y el cuerpo, aunque lo que resulta de tal interacción sea para él claramente algo más que el mero agregado.
La descripción anterior ciertamente libera los sucesos de interpretaciones religiosas y mitológicas atándolos al curso previsto para los cambios de los cuerpos en virtud de su composición atómica. Pero condiciona a su vez el comportamiento del alma; complicando la explicación de la acción completamente voluntaria, no determinada por el influjo de lo externo o la condición en la que se encuentra el agente. Allí una vez más tiene sentido la hipótesis de la desviación, parénklisis o como lo traduce Lucrecio,clinamen. Las desviaciones atómicas dan pie para que se explique cómo puede aparecer dentro de la descripción anterior de Lucrecio, por ejemplo, la voluntad. Si bien el alma opera en tanto materia, lo que resulta de esa operación puede escapar al reduccionismo materialista y debe quizá explicarse mejor en términos de deseos y propósitos. De todos modos, estos últimos tendrían una explicación de tipo aleatorio, casual, pero no serían fruto de una voluntad libre en el sentido corriente del término.

4.2. Fenómenos celestes y celestiales

Para finalizar esta sección dedicada a la parte física del conocimiento, es pertinente comentar algo sobre la Carta a Pitocles y el marcado interés de Epicuro en la explicación de los fenómenos celestes. Es curiosa tal preocupación si, como se ha defendido, Epicuro se ocupa sólo de las ciencias en tanto éstas curen la turbación del alma. Mas, por lo mismo, la astronomía y su versión más popular, la astrología merecerían una consideración. Ellas son frecuentemente el origen de la creencia en que las acciones de los dioses, esto es los movimientos de los astros para este caso, responden de alguna manera a lo que ocurre entre los humanos. Adicionalmente, esto es así, porque en estos casos, los hombres estamos sujetos principalmente a la especulación. No hay manera de observar con exactitud las causas de estos acontecimientos por lo que se encuentran a merced del mito. Que el interés es mostrar la falsedad de esa conexión resulta más que evidente si se nota que aquí Epicuro no recurre a una sola fuente o tipo de explicación; de hecho incita a Pitocles a no casarse con ninguna explicación y aceptar todas aquellas que den cuenta de la observación: «cuando uno acepta una cosas y rechaza otra que es igualmente adecuada a las apariencias, está claro que traspasa los límites de la cuestión natural y se precipita en el mito» [CP 86]
De allí las entusiastas palabras de Lucrecio para Epicuro como el liberador de la superstición [RN 1, 62-79]; por esto no es extraño que se le haya considerado ateo [Clemente, Miscelánea 1, 1]. Mas si se consideran con cuidado las opiniones sobre los dioses que se han sostenido hasta aquí, nada de lo anterior ha negado sus existencia. Por el contrario, su crítica a la poesía tradicional más bien aboga por devolverles su dignidad. De hecho tal crítica se apoya en el testimonio evidente que ofrecen lasprolepsei que de los dioses albergan nuestras almas. Cómo se producen éstas y otras prolepsei será tema de la siguiente sección; lo cierto es que este tipo especial de nociones aunque no provienen de la percepción son universales y ratifican nuestras ideas sobre los dioses [ND 1, 16, 43; CM]: su felicidad —incompatible con el supuesto interés en los asuntos humanos—, su eternidad —imposible si habitan en este mundo que, como todo compuesto atómico, está sujeto a la destrucción—, etc.
En virtud de todo lo dicho hasta ahora, parece claro que el atomismo y el aprecio por los datos sensoriales sobre toda otra fuente de información permite a Epicuro eliminar buena parte de los fundamentos de las creencias que componen el temor a la muerte y al destino en el más allá. Además de ofrecer una explicación estrictamente materialista sobre el mundo, su origen y composición que no requiere de un arsenal metafísico u ontológico excesivo. De hecho, quizá deba pensarse si es correcto denominar ‘ontología’ a aquel conjunto de principios que afirmarían escuetamente la existencia del vacío, los cuerpos compuestos de átomos y la subsistencia del tiempo, medida del cambio físico y psicológico.

5. Canónica o del empirismo epicureísta

La división habitual del saber filosófico en lógica, física y ética también es atribuida a Epicuro por Diógenes Laercio. Sin embargo éste aclara que aquél llama de manera diversa a la lógica —canónica— pues la identifica con el estudio del criterio y fundamento y descarta los estudios elaborados del lenguaje y la estructura del pensamiento. Esto ya que a los físicos les basta, para conocer, atenerse a los significados naturales de las cosas [DL 10, 30] y no es necesaria una reflexión sobre la lógica comprendida como las leyes del pensamiento. No obstante al epicureísta le preocupa particularmente la sistematicidad. Ésta era una de las razones por las que incluso el conocedor de la doctrina podría servirse de los epítomes, para tener en un solo vistazo las conexiones doctrinales a la mano y resolver cualquier caso particular en cualquiera de los aspectos de la filosofía.
Ahora bien, en las escuelas helenísticas coetáneas, existen algunas discusiones sobre la preeminencia de una parte de la filosofía sobre las otras, a pesar de que en todas ellas es explícito el propósito moral. Ciertos estoicos por ejemplo privilegian la física sobre la ética y la lógica, mientras que ciertos otros dan prelación a la ética. En el caso del epicureísmo la respuesta parece obvia; bien conocida es la sentencia vaticana sobre la vacuidad de la filosofía que no procura la serenidad del alma. Aún así, como fue evidente en la sección anterior, una buena parte de los compromisos esenciales del epicureísmo pertenecerían a la parte lógica, epistemológica, de la filosofía. Pues el empeño empirista se hace patente en cada uno de sus razonamientos. En primera instancia:
1C. se debe respetar lo visto, lo percibido, que es el primer criterio de verdad. Por lo que
1.1C. sobre aquello que no es visible, se debe razonar mediante una analogía con lo que sí es percibido.
Aclárese ante todo, qué quiere decir que todas las percepciones son verdaderas pues sin lugar a dudas esta tesis debe ponerse en contexto. De otro modo, resultaría a primera vista falsa. Evidentemente el remo dentro del agua no está quebrado a pesar de que esa es la imagen que llega desde él hasta los ojos del sujeto que lo percibe. Mas como en todo proceso de movimiento atómico, éste se produce de acuerdo con la naturaleza de las entidades involucradas, si nada se lo impide. En estricta consonancia con el fisicalismo que se vio en la sección precedente, Epicuro describe el proceso perceptual como un contacto directo entre el sujeto que percibe y las imágenes (o éidola) emitidas constantemente por los objetos, imágenes que reproducen con exactitud las características de éstos [CH 36]. A diferencia de los primeros atomistas que creían que las emanaciones también provenían del sujeto que percibe, Epicuro cree que el proceso es pasivo pues son las imágenes las que alcanzan los átomos sensibles de los ojos. Ciertamente existen casos en los que las imágenes no informan con fidelidad su procedencia; como en el caso del remo y de las percepciones de los locos durante su alteración. En el primer caso, la imagen distorsiona el objeto que la provoca a causa del agua y aunque se vea doblado cuando no lo está, sólo se yerra al atribuir el quiebre al remo mismo y no a su imagen; es decir cuando se afirma que el remo mismo, y no solo su imagen, está quebrado [CH 50]. En el segundo caso, aunque las imágenes no proceden de un objeto idéntico al que representan —las Erinias por ejemplo— pues son formadas por choques aleatorios de las emanaciones de otros objetos, ellas son ‘reales’ en la medida que ocurren y causan acciones en quienes las padecen.
Esta conclusión contrasta con la interpretación que del mismo fenómeno ofrece Demócrito. Recuérdese que éste considera que los únicos existentes son los átomos y el vacío, negándole la existencia a las propiedades secundarias de los objetos —el tamaño, la forma y el color—. Mucho menos aquellas imágenes que informan de la existencia de seres fantásticos. De suerte que, dentro del atomismo presocrático la percepción no fue digna de confianza; de hecho Demócrito piensa que las sensaciones no pueden brindarnos conocimiento verdadero y sus conclusiones epistemológicas son más de corte escéptico.
La explicación de la naturaleza del error ofrecida por Epicuro evidencia que su empirismo no es nada ingenuo. Además de reconocer esos posibles fallos de percepción, se da cuenta de que, en algunos casos, los sentidos no tienen acceso directo a los fenómenos, como ocurre con los celestes (1.1.C) Sin embargo se decide entre las explicaciones rivales eligiendo aquella que mejor se adapte a la evidencia que sí se tiene, proveniente de los sentidos. Con respecto a aquellas cosas que no son perceptibles en virtud de su naturaleza —como el vacío—, también es preciso valerse de la experiencia común; dado que la evidencia del movimiento de los objetos exige la postulación de un vacío hacia el cual se dirijan, se infiere como subsistente.
Epicuro cree que la sensación no tiene únicamente esta aplicación directa. Pues la repetición de sensaciones da origen a prolepsei o nociones en la mente, las cuales ofrecen criterios conceptuales que trascienden la inmediata percepción [DL 10, 31; Adv Math. 7, 203-216]. El texto de Diógenes Laercio ha dado lugar a controversia, para evidenciar en qué consiste ésta, se cita primero el pasaje en original, luego una traducción muy literal y a medida que se esbocen las interpretaciones otras posibles versiones al español:
ἐν τοίνυν τῷ Κανόνι λέγων ἐστὶν ὁ Ἐπίκουρος κριτήρια τῆς ἀληθείας εἶναι τὰς αἰσθήσεις καὶπρολήψεις καὶ τὰ πάθη [Ahora bien, en el Canón dice Epicuro que las percepciones yprolepsei y las afecciones son criterio de verdad, Diógenes Laercio, Vida de filósofos ilustres 10, 31]
La conjunción resaltada permite al menos dos lecturas, que han sido explotadas por los comentadores ampliamente. Por un lado, puede entenderse que las percepciones (τὰς αἰσθήσεις) yprolepsei son, en cierto sentido, el primer criterio, pues estas últimas podrían identificarse con las imágenes que se recuerdan de aquellos objetos que hemos percibido repetidamente. Esta es, por ejemplo, la comprensión que de ellas tiene Julia Annas [Annas 1992: 127-128; 167-168]. En ese caso, la conjunción (καὶ) sería meramente epexegética, por ello no se agrega artículo definido al sustantivo προλήψεις; en cuyo caso podría traducirse más claramente: «…en el Canón dice Epicuro que las percepciones, esto es la prolepsei, y los padecimientos son criterio de verdad».
Por otro lado, si ha de confiarse en el testimonio de Cicerón, es el mismo Epicuro quien acuña el término ‘prolepsis’ para referirse a aquellas nociones, lo cual podría entenderse como un esfuerzo por distinguir entre éstas y las percepciones. Ciertamente, aunque no hay muchos testimonios ni ningún texto directo en los que se explique a cabalidad la función de estas prolepsis, parece que ellas fungen como medios de contraste de nuestra percepción. Esas imágenes almacenadas en el alma permiten rechazar o aceptar, por ejemplo, impresiones dudosas a causa de la distancia u otros factores físicos y alteradas por estados anímicos —como la embriaguez o la locura—. Así, las cosas, 2C. las prolepseison criterio de verdad y por lo mismo una herramienta para juzgar la corrección de juicios perceptuales y opiniones.
Adicionalmente, siguiendo la argumentación del propio Diógenes Laercio, las prolepsei desempeñan otra importante función. En el párrafo 33 parece sugerirse que éstas operan como los significados de los términos generales como ‘hombre’; en otros pasajes se ejemplifican aquéllas con términos como ‘cuerpo’ [RN 2, 740], ‘utilidad’ [RN 4, 850]. Long y Sedley consideran que ellas cumplen algunos de los roles asignados por Platón a las ideas, en un gesto similar al que harán más explícitamente los estoicos postulando sus ennoémata (concepciones) [Long-Sedley 1987: 89]. En cuyo caso, las prolepseiademás de ser los significados de los términos generales y servir como criterios para identificar particulares como miembros de una clase [DL 10, 33], servirían, piensas estos comentaristas, como el primer peldaño en la construcción del conocimiento, ese conocimiento previo que se busca por ejemplo en el Menón. De esta suerte, sería mejor traducir la conjunción como tal, una “y” que dada la posición en español es reemplazada por una “,” : «…en el Canón dice Epicuro que las percepciones, prolepsei y los padecimientos son criterio de verdad».
Queda aún pendiente el tercer criterio. Se ha traducido literalmente πάθη por ‘afecciones’, mas en sentido estricto, también las percepciones serían ‘afecciones’ que los efluvios de los cuerpos provocan en los sentidos. No obstante, existe otro campo semántico, un poco más específico que vincula este tipo de πάθη concretamente con las sensaciones de placer y dolor. Así, 3C. Las sensaciones, específicamente las de placer y dolor, constituyen el tercer criterio. Estas permiten evaluar y elegir cursos de acción. Su funcionamiento será explicitado más adelante. Por ahora baste decir que la inclusión de éstas dentro del campo de los criterios de verdad demuestra que —a diferencia de los escépticos quienes apuntan con precisión a la verdad de lo expresado por los juicios cuando se habla del criterio— los epicureístas incluyen también las razones para la acción; por lo que podría decirse que éste es más bien un criterio para lo real. Así las cosas, podría entenderse mejor que «…en el Canón dice Epicuro que las percepciones, prolepsei, y los sensaciones de dolor y placer son criterio de lo real».
Hasta aquí la canónica epicureísta. Resta sólo una breve consideración sobre el lugar de las reflexiones sobre el lenguaje en este modelo empirista, apegado a la percepción. Precisamente en consonancia con esto, Epicuro insiste en que las palabras deben usarse en su sentido primero de modo que no requieran más explicación y que dicho uso concuerde con las percepciones sensibles [CH 37-38]. Ello es posible porque, tal como lo describe más adelante, el lenguaje surge casi como una reacción fisiológica inmediata propia de los hombres a los estímulos del medio [CH 75]. Podemos entonces suponer que los sonidos se corresponden con las realidades percibidas que ellos designan, de modo que su empleo más cercano al original favorece el conocimiento. De hecho, aunque se atribuye un papel a la convención en el establecimiento definitivo de los nombres, ella busca preservar la simplicidad y univocidad de los signos. Esa creencia en que la pérdida de naturalidad tergiversa el sentido original de las palabras se encuentra también tras la idea de que la percepción directa es infalible y el error se produce en la mezcla de ésta con la opinión.

6. Hedonismo y amistad

Como se prefiguró desde la introducción de esta voz, en el epicureísmo, la filosofía y el conocimiento en general tienen sentido si conducen a la imperturbabilidad del alma. En esa medida, todo lo establecido en las partes física y lógica de la filosofía se conjuga en la ética para proveer al hombre de felicidad. Son dos las fuentes más claras de infelicidad: las creencias falsas, sobre todo las vinculadas con los dioses y el destino de las almas tras la muerte, y los deseos vanos, apoyados también creencias socialmente aprendidas sobre el valor de la fama, el dinero, el amor…etc. Algo se ha dicho ya sobre los mecanismos para eliminar este primer tipo de creencias; pues ellas se desvirtúan al conocer el funcionamiento exacto de lo real.
Se puede con todo considerar, una vez más, la relación entre los dioses y los hombres; en efecto, según Epicuro ésta es una de las principales fuentes de angustia para los hombres. Gracias al conocimiento de la naturaleza atómica y aleatoria de los acontecimientos, es posible rechazar la idea de que los sucesos relacionados con el destino humano son controlados por los dioses. Nada de lo que ocurre en el cosmos ocurre con algún propósito por lo que no hay razón para considerar los eventos premios o castigos divinos. Mas ello tampoco es posible si se confía en la prolepsis que se tiene de dios. De acuerdo con ésta, la divinidad debe ser considerada como “un ser vivo incorruptible y feliz” y no debe atribuírsele nada extraño “a la inmortalidad o impropio de la felicidad” [CM 123]; en consecuencia resulta claro que dios, en virtud de su propia naturaleza, no interviene en los asuntos humanos.
Ese conocimiento de la naturaleza no sólo afecta la relación del hombre con dios, sino que además le deja claro el fin de su propia existencia. Lejos de postular la búsqueda del placer como un impulso instintivo y primitivo, Epicuro intenta mostrar que ésta nace una vez conocemos que nuestros deseos naturales y necesarios nos conducen a la felicidad. Por ello afirma, el placer es “principio y fin del vivir feliz”. Este dictum condensa la ética epicureísta. Es preciso, entonces, distinguir qué tipos de deseos efectivamente conducen al placer y cuáles involucran al hombre en búsquedas sin sentido y proyectos vitales sujetos al azar.

6.1. Deseos vanos y naturales, placeres cinéticos y catastemáticos

Popularmente se considera a Epicuro como un hedonista; sin embargo, basta examinar con algún detenimiento su teoría para notar que hizo un esfuerzo enorme por distanciarse de los hedonismos extremos como el cirenaico[2]. Ciertamente, el criterio para la acción y la elección que se formuló en tercer lugar en la sección anterior apela al placer —la búsqueda de éste— y el dolor —su evitación—. Pero ambos deben entenderse en una nueva acepción. Epicuro entiende por placer, un cierto estado, ontológica y psicológicamente diverso al que Aristipo —el cirenaico— y probablemente el sentido común, incluso el de hoy, comprende. Mientras que Aristipo considera que el placer es un movimiento, siempre momentáneo y particular, deseable en sí mismo y no por sus consecuencias, elegible independientemente también de sus causas y primordialmente corporal, Epicuro cree que el placer que es el fin de la vida del hombre es una cierta quietud, que puede llegar a ser un estado permanente, deseable en tanto garantiza la tranquilidad, elegible siempre y cuando proceda de un deseo natural necesario y mejor si es de uno propio del alma que del cuerpo. En esta subsección se intentará explicar por qué son éstas y no otras las características del placer que puede identificarse con la felicidad.
Para entender aquello de que el placer es un estado o “catastemático”, de acuerdo con el vocablo que el propio Epicuro elige, es necesario primero distinguir entre deseos naturales y vanos y las clases de placeres que ellos provocan. Conceptualmente, la estrategia de Epicuro consiste en negar que el placer puede ser sólo un movimiento instantáneo, la reacción inmediata de un estímulo externo, aplicando el vocablo ἡδονή también al estado intermedio entre el dolor y el placer propiamente dicho. Así no sólo la satisfacción de los deseos ha de ser considerada placentera sino también la ausencia de éstos. En este contexto tiene sentido distinguir también entre tipos de deseos:
Se debe reflexionar sobre los deseos (τῶν ἐπιθυμιῶν), unos son naturales (φυσικαί), unos vacíos (κεναί). Entre los naturales unos son necesarios (ἀναγκαῖαι) y otros solamente naturales; a su vez entre los necesarios, unos son necesarios para la felicidad (πρὸς εὐδαιμονίαν) y otros sólo para la no alteración (ἀοχλησίαν) del cuerpo, y otros para la vida (πρὸς αὐτὸ τὸ ζῆν) [Epicuro, Carta a Meneceo 127].
Los deseos vanos o vacíos son descartados rápidamente de la reflexión; de hecho, éstos ni siquiera merecen atención pues aquel que ha conocido la doctrina y el rechazo de ésta a las falsas creencias que inculca la sociedad, sabrá que no es necesario tener fama, dinero u otro cualquiera de los supuestos bienes que aquélla pondera. El quid de la distinción se da, por ello, entre los deseos que son naturales. Los deseos naturales son aquellos que se vinculan con las apetencias propias del cuerpo, aquellas que tiene el individuo en virtud de ser hombre y nada más; por lo tanto estarían allí los deseos de comida, bebida, vestido, conocimiento, etc. Mas tampoco estos son buenos sin más. Las líneas siguientes a las citadas aclaran el criterio con el cual se ha de cribar entre esos deseos naturales: «referir cualquier elección y rechazo a la salud del cuerpo y la imperturbabilidad del alma (τὴν τῆς ψυχῆς ἀταραξίαν)» [CM 128]. Si la salud del cuerpo y del alma se definen en función de la ausencia de dolor, estado que, se vio ya, es considerado un placer estático más que un placer cinético o motivador [DL 10, 136-137]. Ese placer estático depende de un deseo necesario por naturaleza, el cual es satisfecho apenas con lo necesario para conservar al cuerpo en su estado natural, en el que le es posible vivir. Es, por ejemplo, el deseo de la bebida que calma la sed y mantiene al cuerpo vivo sin que se pida una bebida específica o una cantidad ilimitada. El deseo de beber sin cuenta es, por supuesto, también natural, producto del apetito animal por la bebida, pero no necesario y de hecho debe evitarse, porque puede ser fuente de dolor; piénsese por ejemplo en los efectos indeseables de la embriaguez. El mismo razonamiento aplica para el deseo de comer o el apetito sexual.
Dentro de estos deseos naturales, hay también una clasificación que es, por lo menos, inquietante: los necesarios para la felicidad, los necesarios para el cuerpo y los necesarios para la vida. La distinción resulta un tanto extraña pues no es claro porque se distingue entre los placeres necesarios para la felicidad, el cuerpo y la vida; ¿quiere esto decir que los primeros son distintos de los segundos y terceros? Gramaticalmente ésta es la lectura que predomina pues no hay ni en virtud de las conjunciones, las partículas o el uso de artículos manera de agruparlos. Sin embargo si se apela a otros testimonios —Séneca [Ep. 66, 45] por ejemplo— parece claro que son los dos primeros aquellos que constituyen los bienes últimos del feliz: el cuerpo sin dolor y el alma sin perturbación; así las cosas podría decirse que el estado tranquilo, neutral, sin dolor del alma y el cuerpo es aquello que constituye la felicidad y que esto es lo necesario para vivir.
No obstante también aquí hay una distinción. Entre los placeres corporales y los del alma, los últimos son primordiales [DL 10, 37] y el propio Epicuro ofrece algunas razones para ello: puesto que es la razón la que pone límites a la satisfacción, es ella la que impide la búsqueda ilimitada de bienes no necesarios. En esa medida, los placeres vinculados con el alma, con su parte intelectual, serán por sí mismos mesurados. En virtud de esta misma característica racional, tendrán el poder de sobreponerse sobre los dolores físicos, por medio de las posibilidades que brinda el alma de recordar o anticipar placeres que en el momento actual están ausentes. Finalmente porque estos surgen de la reflexión y la corrección de las creencias erróneas, de suerte que además de procurar la felicidad significan un tipo de consolación. Luego, puede decirse que los placeres del alma, aquellos que se vinculan directamente con la felicidad, son superiores. Debe tenerse cuidado a la hora de interpretar la distinción entre placeres corporales y del alma: ella no apunta a la materialidad de éstos –recuérdese que el alma misma es material– sino al tipo de disfrute que cada uno significa.
Toda la argumentación anterior demuestra que la Naturaleza cumple un rol doble en la doctrina epicureísta; pues cuando Epicuro afirma que los hombres tienden por naturaleza hacia el placer no sólo describe sus comportamientos animales más básicos sino que además los regula y normaliza. Por lo que, el placer en tanto criterio para elegir aquello que es propicio para mantener el bienestar es principio, origen, de la acción así como fin pues la conservación de ese estado inicial de equilibrio natural es la felicidad [CM 127-129].
A ese criterio de conservación están pues sometidos todos los cálculos, deseos y acciones que el hombre sabio realiza. Por lo que el epicureísta está muy lejos de ser un hedonismo sin más. Las tradicionales virtudes, como la prudencia y la sabiduría, van de la mano de la acción de quien busca el placer pues ambas son condición necesaria de la educación del deseo y de la elección de los medios para satisfacerlos [CM 130, 132]. Así las cosas, no parecería distanciarse tanto la postura epicúrea de las platónica y aristotélica en la que también se reconoce un rol al placer en la felicidad. De hecho es curioso que, como era habitual en su época, Epicuro incluya casos en los que a pesar del dolor físico y la enfermedad, el sabio puede ser feliz [DL 10, 118]. Con todo debe reconocerse que plantear el placer, aun con todas las restricciones explicitadas, como fin de la vida feliz significa al menos un gesto radical en contra de aquellos que ponen al bien o la virtud como la meta del feliz.
No puede culminarse un esbozo, así sea somero, de la ética del epicureísmo sin decir algo sobre la figura del sabio. Mientras en el socratismo platónico-aristotélico se habla del ‘filósofo’, del buscador de la sabiduría como modelo de vida, las posturas helenísticas se refieren al ‘sabio’ como aquel que posee una sabiduría más bien de índole práctica. Su principal objetivo es una vida libre, serena y feliz. Diógenes Laercio presenta el sabio epicureísta en directa oposición al estoico que ha caracterizado tres libros antes; frente a la moderación de las pasiones que caracteriza al primero, el segundo es completamente inalterable; ante la tortura cuando éste niega incluso la sensación de dolor, el primero se retuerce y gime aunque no deje por ello de considerarse feliz. Pero ante todo, el sabio estoico tiene ciertos tintes de inaccesibilidad, lejanos completamente al modelo de vida epicúreo que resulta encarnado por el mismo maestro.

6.2. Una apolítica amistad

Vista así, la doctrina podría considerarse egoísta. No hay nada que deje al menos entrever el papel de los otros hombres en la propia felicidad o el compromiso del sujeto con la felicidad de los que lo rodean. El planteamiento resulta entonces, como en otros aspectos que se han señalado, tensionante. Si bien no hay nada en la naturaleza que entrañe alguna legalidad o dirección que explique la asociación humana o justifique el comportamiento solidario de los individuos, se vive de hecho en el jardín epicureísta bajo lazos de amistad que se consideran constitutivos de la felicidad: «De los bienes que la sabiduría procura para la felicidad de una vida entera, el mayor con mucho es la adquisición de la amistad» [KD 27]. Es el bien mayor pues, según el Frag. 541 que recoge Usener, ella brinda confianza en lo porvenir dejando sin piso a la angustia. ¿Cuál es entonces el lugar de la amistad en la vida del hombre bueno? ¿Es meramente un placebo para la intranquilidad? o más bien ¿es una de esas elecciones que satisfacen un deseo natural?
Los mismos herederos de Epicuro fueron conscientes de las contradicciones. Al menos eso parece sugerir Torcuato, el dialogante de Cicerón en el Sobre los fines de los bienes y los males. De nuevo, a pesar de las tensiones, la doctrina epicurea sobre la amistad se posiciona en un punto intermedio entre el mero utilitarismo y el ideal de amistad de las doctrinas aristotélica y estoica. El amigo, deja ver la SV39, busca un intercambio de favores ciertamente, aunque no se limite a él. Se obtiene cierta alegría en otorgar al otro, en verlo florecer y en compartir los bienes que va más allá del regocijo por el beneficio propio. En esto difiere radicalmente la comunidad del jardín de la sociedad real, de la Atenas fuera del jardín. En ésta la justicia es un mero pacto de no agresión; Séneca [Ep. 19, 10] se vale de la imagen de los lobos —como más tarde lo hará célebremente Hobbes— para describir la dinámica social. En efecto, la descripción que se conserva en Lucrecio [RN 5, 925-1460] y el testimonio de Plutarco [Sobre la abstinencia 1, 7-12] se asemeja mucho a la ya típica en las doctrinas políticas de la modernidad: tras un estado de primitivo salvajismo, los hombres se congregan a través del lenguaje en busca de seguridad y bienestar en una suerte de contrato social. La justicia es empírica en la medida que ha surgido de la carencia humana pero, lejos de todos los criterios epistemológicos y éticos mencionados, no depende de ningún rasgo natural. No es, por cierto, casual que no tenga lugar en los epítomes que se han reseñado. Epicuro reconoce la utilidad de estos acuerdos sociales, pero quizá precisamente por no ser natural, aunque dicha justicia esté bien para los ciudadanos, no es el medio idóneo para el converso que busca la felicidad. A éstos, el maestro les recomienda vivir retirados, pasar desapercibidos de la sociedad: λάθε βιώσας [Frag. 551 Usener]. Cabe preguntarse por qué, en qué medida alejarse de la ciudad, de la vida política es importante para la felicidad.
La primera razón ha de ser evidente a esta altura de la argumentación. Alejarse del medio que llena al individuo de falsas creencias, deseos vanos y expectativas infundadas debe ser el primer paso a su recuperación. No podrá lograrse la terapia descrita en la primera sección de otra manera. Por otro lado, Roskam, en su muy persuasivo libro, sostiene además que la vida inadvertida es aquella que se atiene a los deseos naturales y se mantiene dentro de los límites de lo necesario nada más valiéndose del cálculo de los placeres [Roskam 2007: 35]. Lo cierto es que la vida en la comunidad, retirada de los vaivenes de la polis de su época y de la influencia de la educación y las vacuas opiniones es, sin lugar a dudas, un espacio más seguro para la felicidad.
En esa comunidad, de hombres conscientes del objetivo principal de sus vidas, libres de todo prejuicio social parece realmente viable una amistad. Una amistad en sentido más psicológico, ya no como el lazo político básico de la sociedad. Una amistad que constituye un apoyo para llevar a cabo la propia cura y conversión, incluso un bastón en los momentos de apuro económico. De ahí que los lazos de amistad entre Epicuro y sus discípulos reflejen lo único que trasciende los limites estrictos del interés personal y puede modelar alguna interacción social.
Se ha intentado pues describir cómo en el espacio un poco idílico del Jardín, Epicuro se dedica a la sanación de las almas, la propia y la de sus más cercano amigos, a través del reordenamiento y corrección de su economía mental, esto es, de sus creencias sobre los dioses, sobre lo que hace una vida humana valiosa y sobretodo acerca del lugar que tiene la investigación de la naturaleza y la humanidad en la consecución de la felicidad.

7. Bibliografía recomendada y obras citadas

7.1. Fuentes

7.1.1. Cicerón

Ax, W., De natura deorum, Teubner, Sttutgart 1933.
Schiche, Th., M. Tulli Ciceronis de finibus bonorum et malorum liber primus, Teubner, Stuttgart 1915.

7.1.2. Diógenes Laercio

Diógenes LaercioVida de Epicuro. Libro X de las Vidas de Filósofos Ilustres, Introducción, traducción y notas de Antoni Piqué Angordans, Edicions de la Universitat de Barcelona 1981.
Long, H.S., Diogenes Laertii Vitae philosophorum, 2 vols. Oxford Classical Text, Oxford 1964.
Marcovich, M., Diogenis Laertii Vitae philosophorum, vol. 1: libros I-X; vol. 2: Excerpta Byzantina; v. 3: Indices (hechos por Hans Gärtner), Bibliotheca scriptorum Graecorum et Romanorum Teubneriana, Stuttgart-Leipzig 1999-2002.

7.1.3. Diógenes de Eonanda

Chilton, C.W., Diogenes of OenoandaThe Fragments, Oxford University Press, London 1971.
Smith, M.F., Diogenes of Oinoanda, The Epicurean Inscription, en La Scuola di Epicuro, Suppl.1, Bibliopolis, Napoli 1993.

7.1.4. Epicuro

Arrighetti, G., Epicuro. Opere, Einaudi, Torino 19732.
EpicuroObras, Estudio preliminar, traducción y notas de M. Jufresa, Tecnos, Madrid 1994.
García Gual, C., Epicuro, Alianza, Madrid 1981. (Aquí se ofrecen traducciones completas de las tres cartas, y las Máximas Capitales).
Usener, H., Epicurea, Teubner, Leipzig 1887 (reimpresión Stuttgart 1966).

7.1.5. Filodemo

Indelli, G., Filodemo. L'ira, en: La scuola di Epicuro. Num. 5. Bibliopolis, Napoli 1988

7.1.6. Lucrecio

Bailey, C., De Rerum Natura, 3 vols. Latin text Books I-VI, Oxford University Press, Oxford 1947.

7.1.7. Séneca

Gummere, R., Ad Lucilium Epistulae Morales, volume 1-3, Harvard University Press, Cambridge 1917-1925.

7.1.8. Sexto Empírico

Mutschmann, H. — Mau, J., Sexti Empirici Opera, vol II y III, Teubner, Leizipg 1955-1961.

7.2. Obras citadas

Annas, J., Hellenistic Philosophy of Mind, University of California Press, Berkeley 1992.
Bignone, E., L'Aristotele perduto e le formazione filosofica di Epicuro, I-II, Firenze, La Nuova Italia 1936.
Bollack, J. — Laks, A., Etudes sur l’epicureisme antique, Cahiers de Philologie I, Lille 1976.
Brunschwig, J., Introduction: the beginnings of Hellenistic epistemology. in: Algra, K. — Barnes, J. — Manfeld, J., Cambridge Companion to Hellenistic Philosophy, Cambridge University Press, Cambridge 1999, pp. 229-259
Clay, D., Individual and community in the first generation of the Epicurean school, en Studi sull'epicureismo greco e romano offerti a Marcello Gigante, Macchiaroli, Napoli 1983, pp. 255-79.
Diano, C., La psicología d’Epicuro e la teoria delle passioni, en IdemScritti epicurei, Leo S. Olschki, Firenze 1974, pp. 129-280 (Original 1939-1942).
Erler, M., Kyria doxai, en Flashar, H., Die hellenistische Philosophie, Halbbände, Frankfurt 1994, pp. 80-82. [Erler 1994a]
—, Peri Physeos, en Flashar, H., Die hellenistische Philosophie, Halbbände, Frankfurt 1994, pp. 94-103 [Erler 1994b]
Furley, D.J., Two Studies in the Greek Atomists, Princeton University Press, Princeton 1967.
Laursen, S., The Summary of Epicurus ‘On Nature’ Book 25, en Capasso, M., Papiri letterari greci e latini, Congedo, Galatina 1992, pp. 141-154.
Long, A., The Socratic Legacy, en Algra, K. — Barnes, J. — Manfeld, J., Cambridge Companion to Hellenistic Philosophy, Cambridge University Press, Cambridge 1999, pp 617-641.
Long, A. — Sedley, D., The Hellenistic Philosophers, Cambridge University Press, Cambridge 1987.
Merlan, P., Studies in Epicurus and Aristotle, Wiesbaden 1960.
Nussbaum, M.C., La terapia del deseo, Trad. Miguel Candel, Paidós, Barcelona 2003 (original 1994)
Roskam, G., ‘Live unnoticed’ Λάβε βιὠσαςOn the Vicisitudes oan Epicurean Doctrine, Brill, Boston 2007.
Sedley, D., Epicurus and his Professional Rivals, en Bollack, J. — Laks, A., Etudes sur l’epicureisme antique, Cahiers de Philologie I, Lille 1976, p. 119-159.
―, The Character of Epicurus ‘On Nature’, en Atti del XVII Congresso Internazionale di Papirologia, Centro Internazionale per lo Studio dei Papiri Ercolanesi, Napoli 1984, pp. 381-387
Wilamowitz, H. Antigonos von Karystos, Berlin 1881.

7.3. Bibliografía secundaria recomendada

Festugière, A.J., Epicuro y sus dioses, Buenos Aires Eudeba 1960.
Long, A., Hellenistic Philosophy. Stoics, Epicureans, Sceptics, University of California Press, Berkeley 1985.
Rist, J.M., Epicurus. An Introduction, Cambridge University Press, London 1972.
Sharples, R., Estoicos, epicúreos y escépticos. Introducción a la filosofía helenística, (Virginia Aguirre Trad. ) UNAM, México 2009.

7.4. Links recomendados

Konstan, D., Epicurus, en Zalta, E.N. (ed.), The Stanford Encyclopedia of Philosophy (Spring 2009 Edition), URL = <http://plato.stanford.edu/archives/spr2009/entries/epicurus/>.

Notas

1 A menos que se indique lo contrario todas las traducciones son mías.
2 Diógenes Laercio se ocupa expresamente de separar el epicureísmo de la doctrina de Aristipo, el cirenaico, que sostiene un hedonismo más básico en el que sólo se reconoce el placer inmediato, el cinético, como el único real. Los cirenaicos son otra de las escuelas filosóficas helenísticas que consideran la felicidad como el objeto último de su vida y por ende de su reflexión. No tienen ningún interés en cuestiones que no sean éticas y prácticas, por lo cual no tienen una doctrina física o lógica, aunque insisten en expresarse escépticamente con respecto a la posibilidad de conocimiento. Se consideran a sí mismos socráticos. Su doctrina no alcanzó mayor aceptación y se cree que para la mitad del siglo III a.C. ya era considerada obsoleta. Para más información, cfr. Long sobre la herencia socrática y el talante ético [Long 1999: 632-639] y Brunschwig acerca de sus posturas epistemológicas [Brunschwig 1999: 251-259].

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Lozano Vásquez, Andrea, Epicureísmo, en Fernández Labastida, Francisco – Mercado, Juan Andrés (editores), Philosophica: Enciclopedia filosófica on line, URL:http://www.philosophica.info/archivo/2011/voces/epicureismo/Epicureismo.html
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