martes, 7 de abril de 2015

Maria Joao Pires...El Piano...

Maria João Pires : “Me he convertido en mucho más tolerante”

Maria João Pires es reconocida como una de las mejores pianistas vivas. Se ha convertido en una de las pocas artistas capaces de alzar la música clásica a las listas de superventas.

Una portuguesa de cuna que últimamente vive en Bélgica, alejada de un país con el que cortó “por lo sano”. Siempre se ha considerado a sí misma una rebelde, una ‘outsider’.

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JORDI SOCÍAS
Unas diminutas manos de fuego explican el misterio de Maria João Pires. El físico no ha sido ­nunca un impedimento para que se alzara al piano y lo dominara desde que tenía tres años.
Al contrario, la escasa fuerza que podía despedir un cuerpo que no llega al metro sesenta le obligó a desarrollar técnicas propias con que dar razón a lo que su colega Daniel Barenboim sostiene: que el piano no se toca con las manos, sino con la cabeza.
Esta feroz y delicada intérprete portuguesa ha aprendido a ser feliz una vez cumplidos los 70 años. Antes se ha considerado siempre unaoutsider. Excluida en todo. El sentimiento de ir a la contra se le ha ido alargando desde que lo experimentara en los territorios de su infancia y ­continuara después hasta la frustración que le produjo no poder culminar su proyecto ­pedagógico en Belgais, cerca de Castelo Branco (Portugal). Aquella falta de apoyos oficiales le hizo tirar la toalla y autoexiliarse, primero en Brasil y ahora en Bélgica, donde enseña y sigue estudiando los significados enigmáticos de la música que hace suya, centrada sobre todo en el clasicismo y el romanticismo.
Elegante, luchadora, dulce, inquieta, rebelde, Maria João Pires ha recuperado plenas facultades –como demostró recientemente en su gira española y junto a la Orquesta Nacional, de la mano del nuevo e ilusionante director, David Afkham– para afrontar el territorio final de su carrera. Un camino que ha decidido emprender renunciando a la discográfica Deutsche Grammophon, junto a la que ha cosechado éxitos superventas de sus versiones de Schubert, Chopin, Beethoven o Mozart. Incómoda con el exhibicionismo top model que impone una industria necesitada de volver a recuperar el pulso de las ventas, prefiere taparse y observar el mundo desde otras latitudes.
Ahora que ha transcurrido un tiempo, ¿qué ocurrió con su proyecto educativo de Belgais para que no siguiera adelante?Es difícil de explicar lo que pasó. Fueron muchas cosas al tiempo. Creo que surgieron celos alrededor de lo que hacíamos. Empezamos a experimentar en enseñanza primaria con los niños de la zona, con buenos resultados, y aquello ponía en evidencia los programas oficiales. Se lo tomaron mal. En vez de dialogar u observar si con ello se emprendían caminos alternativos, se negaban en redondo. Trataba de sacar adelante programas en apariencia sencillos en pueblos pequeños, pero me di cuenta de que me pasaba la vida peleando, por ejemplo, por aplicar una educación bilingüe. Me decían que no se podía, y otra vez que no, así hasta que todo quedaba bloqueado. Cuestiones de transporte, la adecuación de la música a los esquemas, nada, no se podía conjugar. Muy mal, muy mal. Triste, acabé asqueada.
Yo la recuerdo furiosa por la falta de apoyos. Nada diplomática. Hay cuestiones éticas y morales que no debes pasar por alto.
Hasta el punto de que la dejó con la salud trastocada. Sí, fatal. Pero de aquello ya han pasado más de 10 años. Me siento recuperada. Aunque la experiencia me llevó a cortar por lo sano con Portugal.
De niña, comprendía mejor el mundo de la música que el real”
¿En serio? Ahora vivo en Bélgica. Me instalé una temporada en Brasil, pero era duro para la familia. Demasiado lejos. Fue en tiempos de Lula y me sentía muy feliz al vivirlo. Pero también me afectaban las diferencias sociales. No lo aguanté bien, y eso que uno de mis hijos adoptados es de allí. Toqué y trabajé en las favelas. Jamás regresé a vivir a Portugal. Lo visito dos veces al año. Ya no me quedan los niños allí [tiene cinco hijos], voy a ver a mis hermanos.
¿Los niños? Serán mayores… Bueno, sí. Pero viven fuera.
¿No regresar a Portugal es cuestión de principios entonces?Sí, en parte. Pero que no me guste uno u otro Gobierno no es suficiente para cortar con mi país, existen cuestiones más profundas.
¿Cuáles? La gente, en general, me decepcionó cuando más apoyo necesitaba. Eso desanima. Te sientes débil de espíritu, y la música es un lenguaje espiritual, no me lo puedo permitir.
También lo es corporal. El cuerpo forma también parte del instrumento. Para exprimir la música, esta debe pasar por tu cuerpo, no hay otra solución. Cuando la enseñas a niños con problemas psíquicos graves, no puedes comenzar sin mostrarles cómo respirar, cómo dependen de la presencia de su físico.
Cuando niña, ¿fue bien enseñada también en ese sentido? Lo aprendí por mí misma. Yo era muy pequeñita y deseaba tanto tocar que debí adaptarme con mis propios trucos. Necesitaba sacar el máximo partido de mis manos diminutas y creo que desarrollé técnicas mías que me hicieron percibir el sonido que yo quería escuchar.
¿Cómo lo hizo? Poco a poco. Tenía tres años.
¿Con piano en casa? Sí. Mi madre lo tocaba, pero lo dejó al morir mi padre. Él falleció antes de que yo naciera. Mis dos primeros años fueron duros porque mi madre estaba muy deprimida. Mi hermana mayor insistió en que debíamos volver a comprar un piano, porque ella, al mudarse de Oporto, lo había dejado allí. En fin, el piano andaba por allí cuando yo nací. Pero lo usaba mi hermana, que mostraba mucho talento para la música y la danza. No se centró en una cosa, sino en varias, quizá por eso no prosperó como sus posibilidades apuntaban. El caso es que mientras ella atendía lecciones, yo andaba por allí. Cuando el profesor se iba, yo me ponía al piano. Lo había captado. Quería siempre producir el sonido que a mí me gustaba oír.
O sea, que usted, desde niña, en vez de con la técnica, ya comenzaba a obsesionarse con el sonido, algo que más bien queda reservado para los muy desarrollados. Sí, quería hacer brotar un sonido que no fuera como el del piano. No me gustaba.
¿Cuál era? Uno más vivo, más adaptado a la naturaleza de la música.
O el de la naturaleza misma. Porque si uno escucha susNocturnos de Chopin, percibe cómo caen gotas de agua.Bueno, la naturaleza, para mí, era una quimera. Yo deseaba vivir en el campo y no en Lisboa.
Al crecer sin padre, ¿cómo lo imaginaba? Eso era muy difícil. Mis hermanos mayores hablaban sobre él todo el tiempo.
¿Y qué imagen desprendían? ¿Algo que le inspirara reconstruir al piano? Podría ser. Pero no siempre me resultaba cómodo. Yo me mostraba a menudo resentida con su recuerdo. Creí que me había abandonado. No entendía muy bien la muerte.
¿Cómo murió? De enfermedad. Cáncer. En dos meses, muy rápido. Nadie me lo explicó como para que yo sacara mis propias conclusiones. Solo escuchaba cosas agradables sobre él. En casa lo considerábamos artista.
¿A qué se dedicaba? Al diseño, pero también pintaba y cantaba. Siempre me lo pintaban como alguien muy creativo. Pero yo me sentía excluida del grupo por el mero hecho de que ellos lo conocieron y yo no. La hermana anterior a mí me saca 10 años.
La pianista Maria João Pires. / JORDI SOCÍAS
Su madre debió quedar destrozada… Muy sola y deprimida. En cuanto a mí…
¿Se sentía una outsider? ¡Sí! Creo que así comenzó mi historia como rebelde, como outsider, sí: eso he sido siempre.
¿Cómo se recuerda de niña? Rebelde. Siempre negándome a lo que no me parecía bien, y eso se daba la mayoría de las veces. No me gusta juzgar lo que me ocurría en aquellos tiempos.
No juzguemos, sencillamente recordemos. Para mí, la música representaba un mundo en sí mismo. Un mundo que comprendía mejor que el real, que el humano.
¿No es humana la música? Lo es, una conexión, pero no solo humana, es algo más.
¿Abstracto? Abstracto o que tiene sencillamente más que ver con el mundo espiritual. Lo que creas o no, no importa.
El problema de la música, entonces, ¿aparece cuando se debe concretar en una imagen? Por ejemplo, el agua al que me refería de sus Nocturnos. Siempre busco crearlas, pero no de manera muy concreta, sino sugerida. Enciendo luces, ilumino, conecto.
¿Cómo se convence aquella niña de que debe convertirse en artista? Nunca lo decidí. La música nunca ha sido una profesión para mí.
¿Ni siquiera hoy? No, y me cuesta comprender a algunos jóvenes que se niegan a entrar en el mundo de lo que no consideran profesional.
Pero usted colabora con muchos jóvenes músicos. Sí, y enseño.
¿Toca mucho con ellos porque le da ­miedo quedarse sola en el escenario? No. Estoy convencida de que si no ­establecemos conexiones fuertes con otras generaciones, te secas. Debes conocer lo que se hacía antes de ti y lo que viene detrás. Hablo de transmisiones espirituales, de esa herencia. ¿Qué me legaron mis abuelos, mis padres, mis maestros, y qué recibieron ellos de mí a su vez? Ellos dan muchísimo.
¿Conocido o desconocido? No me refiero a las escuelas. Sino a su propia experiencia. Al cortar esa transmisión, te cargas lo esencial. Me encantaría tocar hoy con muchos que han muerto.
Entiendo. ¿Quién? No ha muerto. Pero con Alfred Brendel, por ejemplo, que se ha retirado ya.
Para dedicarse a la escritura y a la poesía… Y de manera brillante, como todo lo que ha hecho siempre.
¿Podríamos decir que existe una conexión entre él y usted para afrontar lo complejo de manera sencilla? Aprendí muchísimo de él, aunque no compartiéramos nunca escenario. Pero también aprendí de otros a los que jamás conocí. La primera vez que recuerdo haber decidido estudiar piano fue al escuchar en vivo a Ginette Neveu, la violinista francesa. Yo era una niña afortunada. Mi madre me llevaba a conciertos en los años cuarenta. Y a la ópera. Antes de cumplir los 10 años, ya había escuchado montones. Ella tocó aquella noche en Lisboa, con su hermano, Jean Neveu. Fuimos todos. Resultó tan tremendo que todavía hoy lo recuerdo. La misma sensación. Mi cuerpo vibró. Nunca olvidaré ese sonido, lo he intentado reproducir al piano, pero me es imposible. Me fui a dormir y a la mañana siguiente me despertó una de mis hermanas gritando: “¡Ha muerto Ginette Neveu!”. Habían salido para América, hicieron escala en las Azores y se estrellaron. Todo un shock. Un trauma. Aquello marcó mi vida.

Maria João Pires

Lisboa, 1944. Es considerada una de las mejores pianistas vivas. Entre el clasicismo y el repertorio romántico, Pires ha desarrollado una carrera brillante y ejemplar, en la que jamás ha abandonado su vinculación de compromiso pedagógico y colaboración con los pianistas más jóvenes, sobre todo en su centro portugués de Belgais, ya cerrado. Madre de cinco hijos, ganó el concurso Beethoven en 1970. Había debutado con siete años en Oporto. Perteneciente a una familia de amplia sensibilidad artística, Pires siempre se ha mostrado como una intérprete pura, y aunque en los buenos tiempos para la industria dio salida a cientos de miles de copias e incluso se colocó entre los más vendidos del ámbito pop con interpretaciones de Chopin –sus ­Nocturnos– y Schubert –sus Impromptus en Le voyage magnifique–, recientemente ha roto su contrato con Deutsche Grammophon.
¿Y se hizo pianista? Antes quise estudiar medicina. Cuando acabé el instituto estaba convencida de ello. Además, mi entorno me empujaba más a eso. No mi madre, ella siempre me dio completa libertad para hacer de mi vida lo que quisiera. No era tampoco blanda, al contrario, era una mujer muy dura y exigente, pero en lo que se refería a las decisiones individuales, dejaba completa libertad. Nunca me presionó para dedicarme a la música. Puso las herramientas, pero no se mostraba como esas madres orgullosas de sus hijos prodigio. Más bien al contrario, no le gustaba que me quisieran explotar como tal. Se negaba a todas las ofertas que le llegaban para que diera conciertos o saliera de gira. Actué con frecuencia, pero eran ocasiones especiales.
En la conciencia de los prodigios debe incidir bastante, más que la fuerza y el convencimiento interior de sus capacidades, el éxito ante los demás. Cierto exhibicionismo. En usted eso fue vedado. ¿Cómo llegó a ser consciente de su calidad desde niña? Me desarrollaba naturalmente en ese mundo. Muchos amigos insistían en que debía estudiar música. Cuando me encontré en la encrucijada de dedicarme a la música o a la medicina, a quienes me aconsejaban lo primero les dije que necesitaba una ayuda, una beca para ello. Y aquello me cayó encima cuando menos lo esperaba. Una beca de la Fundación Guggenheim que me permitió seguir mis estudios en Alemania, en Múnich, para seguir con Rosl Schmid.
¿Qué encontró allí? Dificultades, eran tiempos muy duros. Años sesenta, sin haberse recuperado de los traumas que les dejó la guerra. Los alemanes no eran como hoy. Se mostraban muy distintos. Difíciles de trato, mucho más que en la actualidad. Se han convertido en un pueblo mucho más abierto a los extranjeros, a la diferencia. Hoy, si voy a Alemania, me siento bien. Claro que influye que ahora hable alemán. Entonces no hablaba una palabra, y eso me excluía. Una chica del Sur.
Portuguesa… No importaba de dónde. Me consideraban del Sur…
¿Y no sigue existiendo esa ­brecha mental entre Norte y Sur?Culturalmente me encontraba muy cercana a su cultura. Muy influenciada por su literatura, por su música, su filosofía. También por su manera de trabajar, de afrontar las cosas, por sus métodos. Eso me proporcionó finalmente la capacidad de vivir allí sin sentirme extranjera. Me ocurre ahora también, residiendo en Bruselas.
Vivimos un mundo muy distinto a aquel. En ese sentido es positiva la progresiva globalización que nos ha transformado. Sin fronteras. Nos entendemos, nos comprendemos mejor, más cuando la mayor parte de mi vida me he sentido una outsider.
Uff, eso debe de cansar muchísimo. Pues sí, pero no se puede evitar. No te conviertes en alguien excluido por propia voluntad, sino porque los demás te rechazan a la hora de formar parte de su círculo. En mi caso era eso: un sentimiento constante de rechazo. En el colegio, en mi país.
¿Hoy ya no se siente así? A eso me refiero, estoy mejor. Me siento bien.
Gran cambio en su vida. Sentirse bien… Soy feliz.
¿De verdad? ¿Objetivamente feliz? Sí, un gran cambio, ¿no?
¿Y cómo lo lleva? Bien…
¿Nunca antes de este nuevo periodo tuvo la sensación de ser feliz? No.
¿Desde cuándo se siente así? Desde hace unos dos años… O más. Es algo que he aprendido con el tiempo. Fue lento. Tiene también que ver con que me he convertido en alguien mucho más tolerante. Me pongo más en el lugar de la gente. Ya no creo que las cosas deban ser como a mí me parece. Antes tenía un carácter mucho más dogmático. Y deseaba que todo cambiara para bien, para la gente, para el medio ambiente, los niños, más justicia. Lo quería así e inmediatamente. Eso me despojaba de tolerancia hacia lo que me parecía mal. No lo podía soportar.
O sea, que esa felicidad suya, ¿implica que se ha rendido? De alguna manera sí, probablemente. He trabajado mucho interiormente en ese sentido. En no tratar de imponer las cosas de la manera que crees que deben imponerse.
Los jóvenes músicos andan perdidos por culpa de las compañías”
¿De quién ha aprendido más esa nueva tolerancia? De la vida, de gente sabia. Siempre me atrajo mucho la sabiduría. Mi abuelo, por ejemplo, me lo inculcó. Él estudiaba las religiones, la filosofía. Con la influencia de gente como él he llegado a hacer las paces con el mundo.
¿Y cómo lo ve ahora? El mundo, me refiero… ¡Muy mal!
¿Entonces me ha estado tomando el pelo? Es que solo una parte de mi ser se ha rendido, la otra no.
¿Doctor Jekyll y Mr. Hyde? Más o menos, así que no se fíe de mí del todo.
Ya intuía que había gato encerrado. Pero el caso es que si me guío por su música, me inclino a creerle, porque me proporciona mucha serenidad. Lo entiendo. Esa es la conexión que trato de establecer con la música. No pertenece a este mundo, no lo creo. Todo contacto con el arte, lo que nos saca de dentro, no tiene nada que ver con nuestra conexión con el mundo. Así que son esferas completamente distintas.
Demasiado ajenos como para encontrarse. Nuestra misión es mostrar el de la música, no mezclarlos.
A veces ocurre. Que la pureza se desvirtúa. No siempre se logra. Cuando yo era joven, mis maestros me inculcaron esa obligación de emprender una misión, como la que tienen los médicos o los maestros, un artista, como un actor, un filósofo: mejorar el mundo.
No solo a uno mismo… No haces música para ti, la haces para los demás. Es un instrumento de transformación. El abuso de compositores e intérpretes que se da por parte de la industria, de las discográficas, desde un lado exclusivamente comercial, provoca un desconcierto en los jóvenes. Andan perdidos, pero no por su culpa. Si quieren vivir de esto, quienes están por encima les alientan no a propagar esa misión transformadora de la música, sino a hacer carrera, a convertirse en famosos, y ser los números uno, a ganar dinero. Muchas veces te comentan que no saben qué hacer y les ves en medio de esa presión. Tienes que tranquilizarles, decirles que se olviden de ganar concursos, que la música posee otra finalidad más allá de la competencia. La culpa es de las compañías de discos y de los mánagers. Los pierden, se pierden, y en dos años nadie recuerda quiénes son ni qué lograron.
¿Han sido los tiempos de desesperación para el negocio de la música los que han propiciado eso o se trata de algo que viene de antes? Usted, que ha convertido en superventas a Schubert o a Chopin con cientos de miles de copias, lo sabrá.Lo que sé es que he roto mi relación con Deutsche Grammophon. Fue al ver la portada de un disco en la que aparecía una de sus artistas en una actitud completamente ajena a lo que debe ser un intérprete. Escribí una carta al presidente de la compañía renunciando a colaborar con ellos. Repito, no es culpa de los artistas. Es lo que se les obliga a hacer.

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